Siempre fui una persona a la que le disgustaban los días soleados. No me importa, díganme búho desplumado si gustan, pero así soy. Sin embargo, en un momento de mi vida comencé a encontrar atractivo los rayos solares del atardecer. El tono rojizo se me hacía apacible a diferencia del ligero tono azul chirriante del mediodía. Hoy olvide el motivo, si es que hubiese alguno, de por qué me gusta tanto.
Amanecí con un terrible dolor de cabeza, a tal punto que no quería ver ninguna luz enceguecedora. Dejé las cortinas cerradas y no prendí la lampara. Luego, fui al baño a lavarme la cara y presencié dos cosas desagradables: una cucaracha muerta en el rincón de la ducha y el reflejo de una cara pálida sin afeitar. Lo curioso, para mi sorpresa, fue que dicho rostro se me hacía extraño, casi irreconocible. “¿Quién eres?” – murmuré para mis adentros. Y una corriente de ansiedad comenzó a viajar por mi torrente sanguíneo. “Así que así se siente cuando pierdes la memoria” – pensé.
Reconocía que estaba en mi departamento. “Lo pagué con un préstamo gracias a mi trabajo de consultor de auditoría” – afirmé. Recordaba que no tenía que ir a laborar presencialmente porque estábamos en cuarentena por una pandemia declarada hace un par de meses. “Ah, el covid, pero qué puede hacer una gripecita como esa. Al menos no tengo que salir a trabajar”. Y claro, cómo podría olvidar esa sensación de malestar por esta dichosa luz de mediodía invasora. “Ah, ya quisiera que fuera de noche para salir a bailar con ella” – evoqué mientras intentaba abrir la puerta de salida. “¿Ella?, ¿Quién era ella?” – me pregunté inquietado. Por más que intenté abrir la puerta, esta no cedió. Busqué la llave y la intenté abrir, pero tampoco funcionó. Busqué mi celular para llamar al dueño del piso. “No puede ser que de nuevo las copias de llaves no funcionen, caramba”. Para mi mala suerte el móvil no respondía. Estaba apagado, “la batería debe estar muerta” – supuse. Al no encontrar una vía de salida me sentía preso en mi propio domicilio.
Fui, contra mi voluntad, a la ventana de la sala e intenté abrirla para pedir ayuda, pero tampoco pude. Lo peor fue que no vi a nadie en la calle, estaba totalmente desierto. Por esta angustiante extrañeza comencé a pensar que me encontraba en un sueño, todo me era tan onírico. Y llegué a pensar que si dormía podría “despertar” de alguna forma. Ingresé a mi dormitorio, realicé un último intento por abrir las ventanas y abrí las cortinas, pero obtuve el mismo resultado que en la sala. Rendido, giré para ir a mi cama y buscar el sueño, pero grande fue mi sorpresa cuando descubrí que alguien ya estaba en la cama. Era un cadáver.
El cuerpo estaba arropado en sábanas rojas y sus ojos apuntaban al techo. Tenía la boca semiabierta, como haciendo una mueca de dolor, pero un dolor de tristeza. Tenía el mismo rostro pálido que observé en el espejo del baño. Aquel esperpento era yo y el fin de esta angustia concluyó cuando levanté las sábanas y encontré lo que parecía ser una carta. La leí y recordé todo. Aquella luz de mediodía cambió lentamente a un tono carmesí cálido, como si de un atardecer sangriento se tratase, era simplemente hermoso. Y en la puerta divisé la silueta de una mujer. Era “ella”, era Rossana. Lo comprendí todo y el por qué me gustaban tanto los atardeceres. Las lágrimas fueron lo único que salieron de mí, ya no podía producir palabra alguna de mis labios. Esta falsa corporalidad fantasmal comenzó a desvanecerse. Sentí que mi angustia se disipaba, pero emergieron el dolor y la culpa por mi irresponsabilidad. Y lo último que intenté decir antes de volver a la nada fue un “perdóname”.
Han pasado 6 días desde el levantamiento de toque de queda en la ciudad de Kreliam. Y, ante los reportes de unos vecinos de la urbanización de Nodelit, los oficiales de policía se acercaron al departamento 420 del piso tres. Ellos recibieron reportes de un olor putrefacto en dicha zona. En el dormitorio se encontraron con el cadáver de un sujeto identificado como Ángel, un frasco y unas pastillas de hidroxicloroquina alrededor de su cama. La hipótesis inicial era que había muerto por automedicarse incorrectamente, pues los vecinos sospechaban que pudo haber estado enfermo del covid-19 ante los ruidos de tos de días anteriores a su fallecimiento. Sin embargo, en las manos del cadáver se encontraba sujetando un documento revelador. Era un acta de defunción, en cuyo nombre figuraba el de Rossana, su novia. El cual estaba doblado por la fuerza de sus dedos en estado de post mortem.
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